sábado, 3 de noviembre de 2012

Perdonar en la matrimonio

Convivir en el matrimonio. El arte de perdonar

Dra. Jutta Burgraff

El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo conseguimos, muchas veces, a través del perdón.

Una reflexión previa

Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno profundo. Consideramos una herida en el corazón, causada por la libre actuación de otro. Todos sufrimos, de vez en cuando, injusticias, humillaciones y rechazos; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en la propia familia. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes.
No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas. Hay muchas formas distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede enfriar por el desgaste diario, por desatención y estrés, puede desaparecer oculta y silenciosamente. Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden sufrir "divorcios interiores": viven exteriormente juntos, sin estar unidos interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.
Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el perdón brota nueva vida.
El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de San Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba gracias a todos los que había conocido y señalaba: "En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy... Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre" (1).
Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para algunos héroes; son ideales bellos, más admirables que imitables, que se encuentran muy lejos de nuestras experiencias personales. ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Éstas son algunas de las situaciones existenciales en las que conviene plantearse la cuestión.

I. ¿Qué quiere decir "perdonar"?

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: "Te perdono"? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1. Reaccionar ante un mal

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él, ni mucho menos. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: "No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; "no importan" tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar (2).
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2. Actuar con libertad

El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por diente" (3). El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy "re-accionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma (4). El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca venganza debe cavar dos fosas."
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, "porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado" (5). La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico (6). Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. "Las heridas se cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen.

3. Recordar el pasado

Es una ley natural que el tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones" (7). Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas "ganas de vivir". Un determinado estado psíquico —por intenso que sea— de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en "borrón y cuenta nueva". Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.

4. Renunciar a la venganza

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crímen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible —dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón." Wiesenthal concluye su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación" (8). Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno" (9).
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno de sus lemas (10). Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su "magnanimidad". No se dignan mirar siquiera a quienes "absuelven" sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del "pulgón".
El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.

5. Mirar al agresor en su dignidad personal

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra (11). Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres... Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás" (12). Cada persona está por encima de sus peores errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es posible —respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos" (13).
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor". Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1. Amor

Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas" (14). Hace falta no sólo "estar aquí", en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación (15).
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para ser yo mismo."
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la "desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo", y no llega a serlo, porque los otros lo impiden (16).
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2. Comprensión

Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que "merece"; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero "tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle," advierte el filósofo Robert Spaemann (17). Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que hacemos" (18). Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese."

3. Generosidad

Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay soluciones en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar el daño interior, con cariño, aliento y consuelo. "Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad -afirma San Josemaría Escrivá... La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo" (19). Y Santo Tomás resume escuetamente: "La justicia sin la misericordia es crueldad" (20).
El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien (21). Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo "impuro" de perdonar (22) cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero —a pesar de todo."
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.

4. Humildad

Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. "Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo)" (23). Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima debe evitar hasta la menor señal de una "superioridad moral" que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

5. Abrirse a la gracia de Dios

No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.
Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento con la ayuda todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El mismo Dios le declara su gran amor: "No temas, que yo... te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero" (24).
Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser perdonado. La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han "desviado" -según la opinión de las autoridades- son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar (25). Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.
Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona primero (26). Es Él quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento cristiano que es, probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos (27), perdonar a los que nos han hecho daño (28). Pero, en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral —como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar a los prójimos- cuanto de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que Dios te ha dado.
El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su ausencia significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por eso, los seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que perdonó a sus propios verdugos (29). Han sabido transformar las tragedias en victorias.
También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el sentido de las ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo. También cuando nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el calor. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. "Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación" (30).

Reflexión final

Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador. Es un mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Es comprensible que una madre no pueda perdonar enseguida al asesino de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo (31). En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de ello.
Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible realizarla. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro corazón.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras: "¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."
(1) Ch. DE CHERGÉ, Testament spirituel (1994), en B. CHENU, L'invincible espérance, Paris 1997, p.221.
(2) Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los presupuestos del perdón. Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz Ofrece el perdón, recibe la paz, 1-I-1997.
(3) Mt 5,38.
(4) M. SCHELER, Das Ressentiment im Aufbau der Moralen, en Vom Umsturz der Werte, Bern 51972, pp.36s.
(5) P. RAYBON, My First White Friend, New York 1996, p.4s.
(6) Cfr. D. von HILDEBRAND, Moralia, Werke IX, Regensburg 1980, p.338.
(7) A. KOLNAI, Forgiveness, en B. WILLIAMS; D. WIGGINS (eds.), Ethics, Value and Reality. Selected Papers of Aurel Kolnai, Indianapolis 1978, p.95.
(8) Cfr. S. WIESENTHAL, The Sunflower. On the Possibilities and Limits of Forgiveness, New York 1998. Sin embargo, la cuestión del perdón se presenta abierta para este autor. Cfr. IDEM, Los límites del perdón, Barcelona 1998.
(9) P. LEVI, Sí, esto es un hombre, Barcelona 1987, p.186. Cfr. IDEM, Los hundidos y los salvados, Barcelona 1995, p.117.
(10) Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto, que era un esclavo. Cfr. EPICTETO, Handbüchlein der Moral, ed. por H. Schmidt, Stuttgart 1984, p.31. Los mártires de todos los tiempos sabían interpretar estas palabras de un modo cristiano.
(11) El odio no se dirige a las personas, sino a las obras. Cfr. Rm 12,9. Apoc 2,6.
(12) A. CAMUS, Carta a un amigo alemán, Barcelona 1995, p.58.
(13) Cfr. M. CRESPO, Das Verzeihen. Eine philosophische Untersuchung, Heidelberg 2002, p.96.
(14) J. PIEPER, Über die Liebe, München 1972, p.38s.
(15) Cfr. ibid., p.47.
(16) S. KIERKEGAARD, Die Krankheit zum Tode, München 1976, p.99.
(17) R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p.273.
(18) Pero también existe un no querer ver, una ceguera voluntaria. Cfr. D. von HILDEBRAND, Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine Untersuchung über ethische Strukturprobleme, Vallendar 31982, p.49.
(19) J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n.172.
(20) TOMÁS DE AQUINO, In Matth., 5,2.
(21) Cfr. Rm 12,21.
(22) Cfr. V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999, p.144.
(23) A. CENCINI, Vivir en paz, Bilbao 1997, p.96.
(24) Is 43,1-4.
(25) "No peques más." Jn 8,11.
(26) Nuestro perdón es una consecuencia del perdón que hemos recibido. Cfr. Mt 18,12-14. Lc 19,1-10. Ef 4,32-5,2. Col 3,13.
(27) Cfr. Mt 5,43-48. En cambio, Lev 19,18: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo."
(28) Cfr. Mt 5,23-24; 6,12. Mc 11,25. Lc 11,4.
(29) Cfr. Lc 23,34.
(30) G. von LE FORT, Unser Weg durch die Nacht, en Die Krone der Frau, Zürich 1950, pp.90s.
(31) Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-II, q.22.

El valor de la fidelidad matrimonial

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viernes, 2 de noviembre de 2012

Tipos de noviazgo | Adolescencia y juventud

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La crisis matrimonial de los 40 años | Familia-Matrimonio-Vida Conyugal

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Fidelidad a nosotros



Ser fiel a otros y ser fiel a los compromisos adquiridos tiene como premisa la fidelidad a nosotros mismos, al propio ser. Si metemos la cabeza nos daremos cuenta que toda infidelidad es un engaño, una mentira, un cambio de la realidad del propio yo.
La persona infiel ha sido infiel consigo misma  porque tiene que dar la espalda a lo más íntimo de su ser persona, a su bondad natural y a la bondad adquirida.
El infiel tiene que justificar su infidelidad, da lugar al monólogo interior para llegar a unas componendas consigo mismo, tiene que argumentarse para vivir  en su propia traición.

¡Fieles!  a nosotros mismos, ¡fieles! a nuestros padres, hermanos, parientes, amigos, compañeros, al lugar de trabajo, a la sociedad, a nuestro país.

Aprender a ser fiel

La fidelidad a una persona, a un amor, a una vocación, es un camino en el que se alternan momentos de felicidad con periodos de oscuridad y duda.  

(Documento de www.opusdei.org)

13 de marzo de 2012

Han transcurrido cuarenta días desde el nacimiento de Jesús, y la Sagrada Familia se pone en camino para cumplir cuanto está mandado por la Ley de Moisés: todo varón primogénito será consagrado al Señor[1]. La distancia de Belén a Jerusalén no es mucha, pero se necesitan varias horas para recorrerla a lomos de cabalgadura; una vez en la capital judía, María y José se dirigen al Templo. Antes de entrar, cumplirían con toda piedad los ritos de purificación; también comprarían, en uno de los negocios cercanos, la ofrenda prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Entonces, a través de las puertas de Hulda y de los monumentales pasillos subterráneos por los que transitaban los peregrinos, accederían a la gran explanada. No es difícil imaginar su emoción y recogimiento mientras se encaminan hacia el atrio de las mujeres.

Tal vez fue entonces cuando se les aproximó un hombre anciano. En su rostro se refleja el gozo. Simeón saluda con afecto a María y a José, y manifiesta el ansia con la que había esperado ese momento: es consciente de que sus días están llegando a su fin, pero sabe también –se lo ha revelado el Espíritu Santo[2]– que no morirá sin haber visto al Redentor del mundo. Al verlos entrar, Dios le ha hecho reconocer en ese Niño al Santo de Dios. Con el lógico cuidado que la tierna edad de Jesús requiere, Simeón lo toma en brazos y eleva conmovido su oración: ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel[3].

Opus Dei - Flickr: Daniel Condurachi
Flickr: Daniel Condurachi
Al final de su plegaria, Simeón se dirige especialmente a María, introduciendo, en aquel ambiente de luz y alegría, un atisbo de sombra. Sigue hablando de la redención, pero añade que Jesús será signo de contradicción, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones, y dice a la Virgen: a tu misma alma la traspasará una espada[4]. Es la primera vez que alguien habla de ese modo.

Hasta esta ocasión, todo -el anuncio del Arcángel Gabriel, las revelaciones a José, las palabras inspiradas de su prima Isabel y las de los pastores- había proclamado la alegría por el nacimiento de Jesús, Salvador del mundo. Simeón profetiza que María llevará en su vida el destino de su pueblo, y ocupará un papel de primer orden en la salvación. Ella acompañará a su Hijo, colocándose en el centro de la contradicción en la que los corazones de los hombres se manifestarán a favor o en contra de Jesús.

Contemplar: meditar en la fe

Evidentemente, la Virgen percibe que la profecía de Simeón no desmiente, sino que completa cuanto Dios le ha ido dando a conocer con anterioridad. Su actitud, en ese momento, será la misma que las páginas del Evangelio subrayan en otras ocasiones: María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón[5]. La Virgen medita los sucesos que pasan a su alrededor; busca en ellos la voluntad de Dios, profundiza en las inquietudes que Yahvé pone en su alma y no cae en la pasividad ante lo que le rodea. Ése es el camino, como señalaba Juan Pablo II, para poder ser leales con el Señor: «María fue fiel ante todo cuando, con amor, se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo (...). No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta»[6].

Opus Dei - Flickr: bass_nroll
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Esa búsqueda de la voluntad divina lleva a María a la acogida, a la aceptación de lo que descubre. María encontrará a lo largo de sus días numerosas oportunidades en las que puede decir «que se haga, estoy pronta, acepto»[7]. Momentos cruciales para la fidelidad, en los cuales probablemente advertiría que no era capaz de comprender la profundidad del designio de Dios, ni cómo se llevaría a término; y sin embargo, observándolos atentamente aparecerá claro su deseo de que se cumpla el querer divino. Son acontecimientos en los que María acepta el misterio, dándole un lugar en su alma «no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo –¡por Alguien!– más grande que el propio corazón»[8].

Bajo la mirada atenta de la Virgen, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres [9]; cuando llegaron los años de la vida pública del Señor, advertiría cómo se iba realizando la profecía de Simeón: éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción [10]. Fueron años en los que la fidelidad de María se expresó en el «vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree»; años de manifestar de uno y mil modos su amor y lealtad a Jesús; años, en definitiva, de coherencia: «el núcleo más íntimo de la fidelidad» Pero toda fidelidad –como le es propio– «debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración», es decir, la de la constancia. «Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida»[11].

Así lo hizo la Virgen: leal siempre, y más en la hora de la tribulación. En el trance supremo de la Cruz se encuentra allí, acompañada de un reducido grupo de mujeres y del Apóstol Juan. La tierra se ha cubierto de tinieblas. Jesús, clavado en el madero, con un inmenso dolor físico y moral, lanza al cielo una oración que aúna sufrimiento personal y radical seguridad en el Padre: Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní? –que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?[12]. Así empieza el Salmo 22, que culmina en un acto de confianza: se acordarán y se convertirán al Señor los enteros confines de la tierra[13].

¿Cuáles serían los pensamientos de Nuestra Madre al escuchar el grito de su Hijo? Durante años había meditado qué esperaba el Señor de Ella; ahora, viendo a su Hijo sobre la Cruz, abandonado por casi todos, la Virgen tendría presentes las palabras de Simeón: una espada traspasaba sus entrañas. Sufriría de modo singular la injusticia que se estaba consumando; y sin embargo, en la oscuridad de la Cruz, su fe le pondría ante los ojos la realidad del Misterio: se estaba llevando a cabo el rescate de todos los hombres, de cada hombre.

Opus Dei - Flickr: Fadzly @ Shutterhack
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Las palabras de Jesús, llenas de confianza, le harían entender con luces nuevas que su propia aflicción la asociaba más íntimamente a la Redención. Desde lo alto del patíbulo, en el momento mismo de su muerte, Jesús cruza la mirada con su Madre. La encuentra a su lado, en unión de intenciones y de sacrificio. Y así, «el fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la Cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público»[14]. Con su diaria correspondencia, la Virgen se había preparado para este instante. Sabía que, con su entrega incondicional el día de la Anunciación, también había abrazado, de algún modo, estos acontecimientos en los que ahora participa con plena libertad interior: «su dolor forma un todo con el de su Hijo. Es un dolor lleno de fe y de amor. La Virgen en el Calvario participa en la fuerza salvífica del dolor de Cristo, uniendo su fiat, su , al de su Hijo»[15]. María permanece fiel, y ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina[16]; y bajo la protección de esa fidelidad, el Señor coloca a San Juan y, con él, a la Iglesia de todos los tiempos: aquí tienes a tu madre[17].

Fidelidad: responder desde la fe 

Fidelidad: búsqueda, acogida, coherencia, constancia... La vida de María aparece como una respuesta de fe ante las más variadas situaciones. Tal respuesta es posible porque se conmovía al recibir los mensajes de Dios, y los meditaba. Así lo hace entender el propio Señor cuando, ante el elogio de aquella mujer entusiasta, precisa el verdadero motivo por el que su Madre merece ser alabada: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan[18]. Es una de las lecciones más importantes que cabe aprender de María: la fidelidad no se improvisa, se cultiva día a día; no se aprende a ser fiel espontáneamente. Cierto es que la virtud de la fidelidad es una disposición que nace del firme propósito de corresponder a la propia llamada, y que prepara para acoger el proyecto de Dios; pero tal decisión requiere de cada uno ser constantemente coherente.

La perseverancia que pide la fidelidad no es, en absoluto, inercia o monotonía. La vida se desarrolla en una continua sucesión de impresiones, pensamientos y actos; nuestra inteligencia, voluntad y afectividad cambian constantemente de contenidos, y la experiencia muestra que no podemos concentrar todas las potencias en un único objeto durante largo tiempo. Por eso, no cabe hablar de unidad de vida si no se cae en la cuenta de que, por encima de cualquier cambio, el hombre tiene el poder de meditar y valorar cuáles son los episodios decisivos de su historia, y jerarquizarlos, para ser coherente con la trayectoria de vida que ha elegido. En caso contrario, sólo podrá concentrarse en las experiencias del momento y acabará en la superficialidad y en la inconstancia. Como dice San Pablo, todo me es lícito. Pero no todo conviene. Todo me es lícito. Pero no me dejaré dominar por nada[19].

Opus Dei - Flickr: mikebaird
Flickr: mikebaird
El cristiano discierne los acontecimientos clave a la luz de la fe; a través de ella evalúa cuáles son genuinamente significativos, acogiendo el mensaje que encierran y dejando que se conviertan en puntos de referencia para sus acciones. Los hechos o las situaciones no son valoradas por su actualidad, sino por su cualidad. La persona fiel se guía por el auténtico significado que un acontecimiento ha tenido en su vida; de modo que las realidades verdaderamente fundamentales –por ejemplo el amor de Dios, la filiación divina, la certeza de la vocación, la cercanía de Cristo en los sacramentos– se reconocen, en la propia historia, como realmente efectivas, capaces de guiar la conducta y ser fuente de actitudes firmes. Conviene tener presente lo que recordaba san Josemaría: sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores[20]. En otra ocasión desarrollaba con más detalle esta misma idea, inspirándose en la estrella que guió a los Reyes Magos: Si la vocación es lo primero, si la estrella luce de antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar —nuestras miserias— forma una nube opaca, que impide el paso de la luz[21].

Cuando nos ocurre algo así, hemos de recordar esos momentos decisivos de nuestra vida, en los que hemos visto lo que Dios nos pedía y hemos tomado decisiones generosas que nos comprometen.

De este modo, la memoria desempeña un papel de capital importancia en la fidelidad, pues evoca las magnalia Dei, las cosas grandes que Dios ha hecho en la propia vida; y la historia personal se convierte en lugar de diálogo con el Señor: es un acicate más para ser coherentes, fieles. San Josemaría ve en esa virtud la realización práctica del cabal compromiso de la libertad humana, que aspira a los dones más altos; una libertad que se entrega con esplendidez y pleno discernimiento: en definitiva, el amor y no la inercia es lo que nos lleva a ser fieles al compromiso. Así se aprecia en la vida de María o en la historia del Pueblo de Israel: recuerda estas cosas, Jacob, y tú, Israel, que eres mi siervo. Yo te formé: tú eres mi siervo, Israel, no te olvides de mí. Disipé tus iniquidades como una nube, tus pecados, como la bruma. Retorna a mí, que te he redimido[22]. Recordar la bondad del Señor –en el cosmos y en cada persona– mueve a la lealtad.

Sobre ese fundamento, las luces y gracias que Dios deja en nuestra alma –cuando recibimos los sacramentos, en la oración, en los medios de formación, pero también en nuestras relaciones personales o en el trabajo– ofrecen soluciones y aplicaciones concretas para ser fieles en la vida ordinaria: destellos con los que el alma afina en la piedad y mejora en la fraternidad; que impulsan la labor apostólica y hacen que se desempeñe con ilusión y espíritu de servicio el trabajo profesional. Siendo dóciles a los pensamientos, decisiones y afectos que el Espíritu Santo suscita dentro de nosotros, vamos creciendo en fidelidad y colaboramos –aun sin percibirlo– en la realización de los planes divinos.

¡Qué fecunda es la fe que interioriza los sucesos de la propia biografía! El hombre descubre con luces nuevas que no está solo: todos dependemos de la gracia de Dios y de los demás; y la vocación cristiana nos pone ante la responsabilidad de llevar a muchos a su amor. Ante situaciones que pueden resultar más difíciles o cuyo sentido no se llega a comprender –relaciones familiares complicadas, falta de salud, periodo de aridez interior, dificultades en el trabajo–, el hombre busca y acoge la voluntad del Señor: si aceptamos de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar también los males?[23], dice la Sabiduría divina por boca del Santo Job.

Entonces no se consideran las tentaciones como algo aislado o incompatible con las mociones o decisiones que se reconocieron como inspiradas por Dios en el pasado: más bien entran en el plan divino de salvación.

J.J. Marcos

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[1] Lc 2, 23.

[2] Cfr. Lc 2, 26.

[3] Lc 2, 29-32.

[4] Cfr. Lc 2, 34-35.

[5] Lc 2, 19; cfr. Lc 2, 51.

[6] Juan Pablo II, Homilía en la Catedral Metropolitana de Ciudad de México, 26-I-1979.

[7] Ibid.

[8] Ibid.

[9] Lc 2, 52.

[10] Lc 2, 34.

[11] Juan Pablo II, Homilía en la Catedral Metropolitana de Ciudad de México, 26-I-1979.

[12] Mc 15, 34.

[13] Sal 22 (21), 28.

[14] Juan Pablo II, Homilía en la Catedral Metropolitana de Ciudad de México, 26-I-1979.

[15] Benedicto XVI, Discurso del Ángelus, 17-IX-2006.

[16] Vía Crucis, IV estación .

[17] Jn 19, 27.

[18] Lc 11, 28.

[19] 1 Co 6, 12.

[20] Es Cristo que pasa, n. 75..

[21] Es Cristo que pasa, n. 34.

[22] Is 44, 21-22

[23] Jb 2, 10.